Desde que estudié en la
universidad psicología social, el
resultado de los experimentos que se han realizado en este campo siempre me ha
impactado y me ha hecho reflexionar mucho acerca de la naturaleza del ser
humano y su comportamiento.
El primer experimento en
psicología social lo realizó Norman
Triplett en 1897, quien consiguió demostrar que la velocidad de los
ciclistas era mayor cuando competían con otros que cuando estaban solos. Parece
que somos competitivos por naturaleza, interesante, ¿verdad?
Maximilien
Ringelmann, ingeniero agrónomo francés (1861-1931), estaba interesado en
conocer las circunstancias en que el hombre ofrecía el máximo rendimiento, por
lo que realizó un experimento físico para medir la diferencia entre el esfuerzo
en solitario y el esfuerzo colectivo, haciendo que una serie de individuos y
grupos tirasen de una cuerda conectada a un extensómetro. La conclusión a la
que llegó Ringelmann es que cuando aumenta el número de personas para realizar
una tarea, disminuye el esfuerzo individual.
Tal vez ahora te expliques muchas cosas de los
grupos de trabajo y la productividad.
A partir de entonces, se ha escrito e investigado
ampliamente sobre el efecto Ringelmann,
posteriormente incluso se ha creado el término Holgazanería Social (Social
Loafing).
Pero hoy quiero escribir sobre otro fenómeno social
que me preocupa últimamente: el Síndrome de Solomon.
Gracias al trabajo del psicólogo
estadounidense Solomon Asch y a su
famoso experimento de Asch
podemos ponerle nombre a un fenómeno que desafortunadamente sucede cada día en
los colegios, en las empresas, en los grupos de amigos,…
El Síndrome de Solomon define el
fenómeno a través del cual, la presión social nos lleva a decir y hacer cosas
ajenas a nuestra voluntad por el deseo de ser aceptados en el grupo y en
especial por miedo. ¿Miedo a qué? A destacar, a ser diferentes a los demás, a
la crítica, al rechazo, a la envidia, a no ser aceptados, al ridículo.
Hablar del Síndrome de Solomon es
hablar de la presión que ejerce el grupo social sobre quienes sobresalen por su
talento, esfuerzo, conocimientos, aspecto físico, valores, inteligencia,
resultados, etc.
Somos capaces de defender en voz
alta y delante de los demás, argumentos opuestos a nuestras propias
percepciones y creencias simplemente porque otros lo han hecho antes, porque se
espera de nosotros que lo hagamos o porque queremos integrarnos en el grupo.
“La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría”.Solomon Asch
El miedo que se esconde por la posibilidad de ser criticados es el
mismo miedo que nos impedirá alcanzar el éxito.
¿Cuántos de nosotros evitamos
llamar la atención por temor a que nuestras virtudes y nuestros logros molesten
a los demás?
¿Acaso no creemos en demasiadas ocasiones que nuestro valor como personas depende de cómo nos vean los demás?
¿Qué tipo de sociedad condena el talento y el éxito ajeno?
¿Acaso no creemos en demasiadas ocasiones que nuestro valor como personas depende de cómo nos vean los demás?
¿Qué tipo de sociedad condena el talento y el éxito ajeno?
Me encanta la fábula de la luciérnaga y el sapo de Juan Eugenio Hartzenbusch porque de
una manera muy sencilla y didáctica es capaz de describir cómo la envidia por
lo que hace diferente y especial al otro llega al extremo de querer acabar con él:
En el silencio de la noche oscura
sale de la espesura
incauta la luciérnaga modesta,
y su templado brillo
luce en la oscuridad el gusanillo.
Un sapo vil, a quien la luz enoja,
tiro traidor le asesta,
y de su boca inmunda
la saliva mortífera le arroja.
La luciérnaga dijo moribunda:
sale de la espesura
incauta la luciérnaga modesta,
y su templado brillo
luce en la oscuridad el gusanillo.
Un sapo vil, a quien la luz enoja,
tiro traidor le asesta,
y de su boca inmunda
la saliva mortífera le arroja.
La luciérnaga dijo moribunda:
¿Qué te hice yo para que así atentaras
a mi vida inocente?
Y el monstruo respondió: Bicho imprudente,
siempre las distinciones valen caras:
no te escupiera yo, si no brillaras.
Qué pena que haya personas que
estén en este mundo sin querer dejar brillar su luz por miedo a que aparezca
algún sapo como en la fábula, con lo bonito que sería ver el resplandor de
muchas luciérnagas brillando en el cielo.
Apagar nuestro destello porque creemos
que de este modo encajaremos mejor en la
sociedad es el peor error que podemos cometer.
No podemos sentirnos mal por ser
nosotros mismos y mucho menos por desarrollar todo nuestro potencial, es nuestro
deber crecer personal y profesionalmente hasta el máximo y ayudar a los demás a
hacerlo.
En el mundo de la empresa nos
encontraremos muy a menudo con compañeros y con jefes que son felices
fomentando el Síndrome de Solomon. Son sapos disfrazados que disimuladamente
van escupiendo a todas las luciérnagas que molestan con su brillo.
Detrás de todas estas conductas
se esconde una vieja conocida: la
envidia.
Para Aristóteles, la envidia se
experimenta sobre todo en relación con personas con las cuales se puede entrar
en competencia, aquellas que percibimos que están situadas de alguna manera en
nuestro mismo nivel y por lo tanto suponen una amenaza: “Envidiamos a las
personas cercanas en el tiempo, el espacio, la edad o la reputación (…) y a
aquellas de las cuales somos rivales.”
Me resulta muy curioso el control
psicológico-social que el mito de la
diosa Némesis ejercía sobre el pueblo griego. Allí donde Némesis se
encontraba, había envidia y represalia, y surgían los desacuerdos más
terribles. Vigilaba, además, porque la justicia de los dioses se cumpliera con
todo detalle entre los mortales. Estos nunca podrían sobrepasarse en sus
atribuciones y, si lo hacían, Némesis se encargaba de infligirles un severo
castigo. La mediocridad pasó a ser la norma general para no caer en las garras
de la Némesis. La mejor manera de evitar ser castigado por la Némesis era no
sobresalir. No en vano, la equivalente romana de Némesis es, en gran parte de
sus funciones, Envidia.
Parece que evitar que los demás destaquen no es nada nuevo...
El síndrome de Solomon saca el verdadero lado oscuro de la condición
humana, para luchar contra él nada mejor que:
- Luchar contra la conformidad.
- Buscar nuestra identidad, lo que
nos hace únicos, diferentes.
- Trabajar en nuestra autoestima,
en nuestra inteligencia emocional.
- Reconocer y celebrar el talento y
el éxito ajenos.
- Superar el miedo y dejar salir
nuestro brillo.
Sé que hay demasiados sapos en el
mundo de la empresa, pero estoy convencida de que mis queridas luciérnagas cada
vez serán más numerosas y se atreverán a brillar con más intensidad.
“Nuestro miedo más profundo no es
no ser capaces.
Nuestro miedo más profundo es que somos
enormemente poderosos.
Es nuestra luz, no nuestra oscuridad lo que
más nos asusta.
Nos preguntamos, quién soy yo para ser
brillante, atractivo, talentoso, fabuloso.
El disminuirse no le sirve al
mundo.
No hay nada de sabiduría en
encogerse para que otros no se sientan inseguros cerca de uno.
Estamos predestinados a brillar,
como los niños lo hacen.
Y cuando dejamos que nuestra luz
brille, inconscientemente permitimos que otros hagan lo mismo.
Al liberarnos de nuestros propios miedos, nuestra
presencia automáticamente libera a otros.”
Marianne Williamson
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